Heridas y reconciliación

Reflexión

Este año ignaciano puede darnos luz sobre nuestras parálisis, esas heridas actuales que todos vivimos, ocultas o desveladas, para ‘bajar’ a ellas y que el amor de Dios, solo su amor, las vaya curando para ‘levantar- nos’ reconciliados con nuestras ‘camillas’.

Ignacio vivió su herida personal, el cañonazo de Pamplona y otros tantos otros. De ello hizo experien- cia, las «sintió y conoció». Las heridas nos hablan de un mal y, en muchas ocasiones, incluso pactamos con ellas bajo argumentos sibilinos y sutilezas que nos enroscan aún más. Heridas físicas, morales, psíquicas y/o espirituales. Es un espectro amplísimo. Pero, la herida conviene tocarla, darse cuenta de ella bajo la mirada de Cristo.

Mucho nos conviene mirar, notar, advertir, considerar esas heridas de cada uno y de nuestro Instituto. Nos hablan de imperfecciones, sí, pero, también de esa dimensión constitutiva de nuestra vocación: «ser pecadores pero reconciliados». La reconciliación es sinónimo del amor de Cristo, redentor y salvador. Él llama al jesuita y a nuestro cuerpo apostólico a conti- nuar el «año de gracia» y a que este tiempo jubilar no sea un tiempo de jubilación sino de ‘crecer’ en nuestro proceso interior, inspirados por solo el mismo Dios.

Sagrada Escritura

Algunos días después volvió Jesús a entrar en Cafarnaún. Al saber que estaba en casa, se juntaron tantos que ni siquiera cabían frente a la puerta, y él les anunciaba el mensaje. Entonces, entre cuatro, le llevaron un paralítico. Pero como había mucha gente y no podían llegar hasta Jesús, quitaron parte del techo encima de donde él estaba, y por la abertura bajaron en una camilla al enfermo. Cuando Jesús vio la fe que tenían, dijo al enfermo: «Hijo mío, tus pecados quedan perdonados».

Algunos maestros de la ley que estaban allí sentados pensaron: «¿Cómo se atreve este a hablar así? Sus palabras son una ofensa contra Dios. Nadie puede perdonar pecados, sino solamente Dios». Pero Jesús se dio cuenta en seguida de lo que estaban pensando y les preguntó: «¿Por qué pensáis así? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados quedan perdonados’ o decirle: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’? Pues voy a demostraros que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados». Entonces dijo al paralítico: «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa».

El enfermo se levantó en el acto, y tomando su camilla salió de allí a la vista de todos. Así que todos se admiraron y alabaron a Dios diciendo: «Nunca habíamos visto nada semejante».

Texto ignaciano

No hay que contentarse con no sentir turbaciones, o tentaciones, o sentimientos malos, vanidad o imperfecciones, como sucede a los tibios o perezosos [...] No te con- tentes, por tanto, con no bajar, o no perder, o no retroceder. Aspira con todo tu cora- zón a subir y crecer en el proceso interior, no por miedo a bajar, retroceder o caer, sino por amor a la santidad [...] De esa manera podrás llegar al amor de Dios solo por el mismo Dios

(Pedro Fabro, 25 de julio de 1542, MFab 518-519)

Reflexión personal

1. ¿Qué mociones me suscita el escrito de san Pedro Fabro? ¿Qué tipo de parálisis me asolan?

2. ¿Qué palabra de Jesús, el Hijo del Hombre, dirige hacia mis heridas? ¿Y a las de nuestro Instituto?

3. ¿A qué me mueve mi Dios?

Oración

PADRE NUESTRO

Señor, cuando me encierro en mí, no existe nada: ni tu cielo y tus montes, tus vientos y tus mares; ni tu sol, ni la lluvia de estrellas. Ni existen los demás ni existes Tú, ni existo yo. A fuerza de pensarme, me destruyo. Y una oscura soledad me envuelve, y no veo nada y no oigo nada.

Cúrame, Señor, cúrame por dentro, como a los ciegos, mudos y leprosos, que te presentaban. Yo me presento. Cúrame el corazón, de donde sale, lo que otros padecen y donde llevo mudo y reprimido el amor tuyo, que les debo. Despiértame, Señor, de este coma profundo, que es amarme por encima de todo.

Que yo vuelva a ver a verte, a verles, a ver tus cosas a ver tu vida, a ver tus hijos... Y que empiece a hablar, como los niños, –balbuceando–, las dos palabras más redondas de la vida:

¡Padre Nuestro!

Ignacio Iglesias, sj