Vocación
Todo jesuita es promotor de vocaciones y tiene una capacidad notable para ello. Tomar conciencia de esto debería animarnos a vivir de forma clara, visible y sin ambigüedades aquello a lo que estamos llamados. Tanto a nivel de apóstoles individuales como de cuerpo apostólico, nuestra oración, nuestro trabajo y nuestra vida han de apuntar a ello.
Aunque, en ocasiones, parece que la necesidad de una pastoral vocacional responde únicamente a una cuestión de disminución numérica, no podemos olvidar que a san Ignacio le bastaban quince minutos de oración para aceptar la desaparición de la Compañía. Lo cierto es que toda promoción vocacional nace, primeramente, de dos apasionadas convicciones: la de que Dios sigue llamando jóvenes a la Compañía, y la de que la misión de Cristo –en la cual colaboramos– necesita continuadores.
Muchas veces hemos comparado la vocación con un tesoro escondido (Mt 13, 44) el cual debemos desenterrar para poder proponerlo a otros. Está claro que el primer paso es considerar nuestra propia vocación como un verdadero tesoro con un valor y un sentido profundo que está por encima de cualquier otra cosa. De aquí nace la alegría auténtica de sabernos afortunados por la llamada del Rey Eternal que todos alguna vez escuchamos para seguirle en este grupo de Amigos en el Señor. Desde esta alegría y conando en que la iniciativa siempre es de Dios y en que sigue habiendo jóvenes de corazón generoso, tenemos la responsabilidad de ayudarles y acompañarles en este «no ser sordo a su llamada sino presto y diligente para cumplir su santísima voluntad». Y para ello, también, trabajar y reexionar para encontrar caminos en los que el joven, delante de Dios, se plantee su vida de manera seria y sin ataduras.
En resumen, como nos dijo el Padre General Peter-Hans Kolvenbach en su carta a toda la Compañía del 29 de septiembre de 1997: «Las vocaciones se promueven por medio de la oración, de una presentación clara de nuestro carisma y misión, del contacto personal con los jóvenes en los diversos campos apostólicos e invitando a los que se interesan por la Compañía a participar en nuestras obras y ministerios; dando a conocer la Compañía, su misión y sus santos a través de posters, libros, videos, radio, televisión e internet. Pero estos medios en sí mismos no bastan. Se requiere relación personal en la que se invita y se propone al joven la vocación a la Compañía como una alternativa de realización personal y cristiana.
El mismo Dios que dijo: «de las tinieblas brille la luz», ha hecho billar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro para que aparezca que una fuerza extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a n de que también la vida de Jesús se manieste en nuestro cuerpo.
2Co 4, 6-10
Porque la Compañía, que no se ha instituido con medios humanos, no puede conservarse ni aumentarse con ellos, sino con la mano omnipotente de Cristo Dios y Señor nuestro, es menester en Él solo poner la esperanza de que Él haya de conservar y llevar adelante lo que se dignó comenzar […] Y conforme a esta esperanza, el primer medio y más proporcionado será de las oraciones y sacricios que deben hacerse a esta santa intención […]
En este tiempo de «interrupción pandémica» es posible que uno haya tenido más tiempo para el silencio, la oración, la escucha… En esa tesitura...
- ¿Qué he percibido que el Señor dice de mí? ¿Qué me dice? Y ¿Qué digo yo de Él? ¿Qué le digo? (Ps 139)
- ¿Me he sezntido movilizado hacia el mundo de lo herido con «nuevas disposiciones» (misericordia, libertad, entrega, deseo de amar más…)?
- ¿Me he sentido como más capaz de discernir entre lo que es absoluto y lo más relativo? ¿Tal vez he sentido «confusión y vergüenza» por absolutizar determinadas cosas relativas? (Flp 3, 3-16)
Te pedimos, Señor, nos concedas la gracia de sentirnos y aceptarnos a nosotros mismos como promesa, como lugar absoluto, en cuanto que amados por Dios, y como lugar ambiguo, en cuanto conscientes de la propia debilidad.
Que precisamente por lo primero y a pesar de lo segundo, podamos irnos aceptando como «vocación»
Que esto nos permita percibir que has derramado tu Espíritu en nuestro corazón a pesar de nuestra debilidad, de nuestras deciencias, de nuestro mal. Así podremos «situar de forma visible» la precariedad que en nosotros anida, sin triunfalismos ni pesimismos, sabiendo relativizar ese mal sin ignorarlo, viviéndolo sin dejarnos hundir por él.
Y es que, en el fondo, la convicción de nuestra vocación no procede de la evidencia constatada de nuestra propia fortaleza, sino del reconocimiento esperanzado de que Dios ha querido amar nuestra realidad.
Ferrán Manresa, sj