Hace no demasiado, en el contexto de la celebración de los 500 años de la Conversión de Ignacio que estamos viviendo este Año Ignaciano 2021/22, tuvimos en Pamplona el primero de los tres retiros previstos. Fue el pasado 20 de noviembre. Con el buen gusto que nos dejó aquel encuentro, el sábado pasado la familia ignaciana disfrutamos del segundo de los retiros y continuamos “acompañando a San Ignacio” en su proceso de conversión.

Si en el primero de ellos depositábamos la mirada en Ignacio y la batalla en Pamplona centrándonos en el cañonazo y las heridas, los sueños y deseos cercenados o el regreso a su casa familiar, el segundo se ha situado en el propio escenario de Loyola: su convalecencia, su habitación (Capilla de la Conversión) como lugar de encuentro con Dios y el redescubrimiento de un Dios que desea modelarlo (y modelarnos también a nosotros). Quizá esto último hacía que nos detuviéramos en Jeremías y nos paráramos a orar, compartir y celebrar que nuestro alfarero, Dios, sigue trabajando y acompañando nuestro vivir de cada día. ¡Es claro!: podemos y debemos abandonarnos en sus manos, como el mismo Jesús e Ignacio, que supieron poner su vida en manos del Padre.

Nosotros, los seducidos y emocionados por Jesús, queremos hacer lo mismo que hizo Ignacio, aunque sea 500 años después. Deseamos depositar nuestras vidas, nuestros días, nuestros afanes y deseos, nuestros desvelos y temores, nuestras luchas, nuestras personas, en manos del mejor alfarero de nuestro barro humano que es Dios Padre. Y ello, porque “somos barro, vasijas hechas de arcilla frágil. Somos limitados, pero también somos capaces de amar, y ahí está el milagro. Porque con ello somos capaces de todo. De vivir con pasión y con alegría. De anhelar, soñar y transformar las cosas. De convertir nuestra flaqueza en una fortaleza por ese amor que todo lo transforma. Somos barro, sí, pero podemos ser reflejo del alfarero que hace de cada uno de nosotros una pieza única y magnífica. Somos barro, sí, pero barro enamorado…”.